En un principio la Luz era la Unidad Universal. Aparte de la luz no había nada, o la luz no hubiera sido el todo. La oscuridad no aparece sino con el paso a la polaridad, cuyo fin es única y exclusivamente el de hacer reconocible la luz. Por consiguiente, las tinieblas son producto artificial de la polaridad, para hacer visible la luz en el plano de la conciencia polar. Es decir, la oscuridad sirve a la luz, es su soporte, es lo que lleva la luz. Si desaparece la polaridad, desaparece también la oscuridad, ya que no posee existencia propia.
La luz existe; la oscuridad no. Por consiguiente, la tanta veces citada lucha entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas, no es tal lucha, ya que el resultado siempre se sabe de antemano. La oscuridad no puede contra la luz. La luz, por el contrario, inmediatamente convierte la oscuridad en luz – por lo cual la oscuridad tiene que rehuir la luz para que no se descubra su inexistencia.
Esta ley podemos demostrarla hasta en nuestro mundo físico, porque «así como es abajo es arriba». Vamos a suponer que tenemos una habitación llena de luz y que en el exterior de la habitación reina la oscuridad. Por más que se abran puertas y ventanas para que entre la oscuridad, esto no oscurecerá la habitación, sino que la luz de la habitación la convertirá en luz. Y a la inversa, la habitación está a oscuras y fuera está la luz. Si abrimos las puertas y ventanas, también esta vez la luz transmutará la oscuridad e inundará la habitación.
El mal es un producto artificial de nuestra conciencia polar, al igual que el tiempo y el espacio, y es el medio de aprehensión del bien, es el seno materno de la luz. El mal, por lo tanto, es el pecado, porque el mundo de la dualidad no tiene finalidad y, por lo tanto, no posee existencia propia. Nos lleva a la desesperación, la cual a su vez, conduce al arrepentimiento y a la conclusión de que el ser humano sólo puede hallar salvación en la unidad. La misma ley rige para nuestra conciencia. Llamamos conciencia a todas las propiedades y facetas de lo que de una persona tiene conocimiento, es decir, que puede ver. La sombra es la zona que no está iluminada por la luz del conocimiento y, por lo tanto, permanece oscura, es decir, desconocida. Sin embargo, los aspectos oscuros sólo parecen malos y amenazadores mientras están en la oscuridad. La simple contemplación del contenido de la sombra lleva luz a las tinieblas y basta para darnos a conocer lo desconocido.
La Contemplación es la fórmula mágica para adquirir conocimiento de uno mismo. La contemplación transforma la calidad de lo contemplado. Los seres humanos siempre están deseando cambiar las cosas y, por ello, les resulta difícil comprender que lo único que se pide al hombre es ejercitar la facultad de contemplación. El supremo objetivo del ser humano – podemos llamarlo sabiduría o iluminación – consiste en contemplarlo todo y reconocer que bien está como está. Ello presupone el verdadero conocimiento de uno mismo. Mientras el individuo se sienta molesto por algo, mientras considere que algo necesita ser cambiado, no habrá alcanzado el conocimiento de sí mismo.
Tenemos que aprender a contemplar las cosas y los hechos de este mundo sin que nuestro ego nos sugiera de inmediato un sentimiento de aprobación o repula, tenemos que aprender a contemplar, con el espíritu sereno, los múltiples juegos de Maja. Por eso se dice que toda noción acerca del bien y del mal puede traer la confusión a nuestro espíritu. Cada valoración nos ata al mundo de las formas y preferencias. Mientras tengamos preferencias no podremos ser redimidos del dolor y seguiremos siendo pecadores, desventurados, enfermos. Y subsistirá también nuestro deseo de un mundo mejor y el afán de cambiar el mundo. El ser humano sigue, pues, engañando por un espejismo: cree en la imperfección del mundo y no se da cuenta de que sólo su mirada es imperfecta y le impide ver la totalidad.
Por lo tanto, tenemos que aprender a reconocernos a nosotros mismos en todo y a ejercitar la ecuanimidad. Buscar el punto intermedio entre los polos y desde él verlos vibrar. Esta impasibilidad es la única actitud que permite contemplar los fenómenos sin valorarlos, sin un sí o un no apasionados, sin identificación. Esta ecuanimidad no debe confundirse con la actitud que comúnmente le llama indiferencia, que es una mezcla de inhibición y desinterés. A ella se refiere Jesús al hablar de los «tibios». Ellos nunca entran en conflicto y creen que con la inhibición y la huida se puede llegar a ese mundo total, que quien lo busca realmente no alcanza sino a costa de penalidades, puesto que reconoce lo conflictivo de su existencia, recorriendo sin temor conscientemente, es decir, aprehendiendo, esta polaridad, a fin de dominarla. Porque sabe que más tarde o más temprano, tendrá que aunar los opuestos que su yo ha creado. No se arredra ante las necesarias decisiones, a pesar de que sabe que siempre elegirá mal – pero se esfuerza en no quedarse inmovilizado en ellas.
Los opuestos no se unifican por sí solos – para poder dominarlos, tenemos que asumirlos activamente. Una vez que nos hayamos impuesto de ambos polos, podremos encontrar el punto intermedio y desde aquí empezar la labor de unificación de los opuestos. El renunciamiento al mundo y el ascetismo son las reacciones menos adecuadas para alcanzar este objetivo. Al contrario, se necesita valor para afrontar conscientemente y con audacia los desafíos de la vida. En esta frase la palabra decisiva es: «conscientemente» – porque sólo la conciencia que nos permite observarnos a nosotros mismos en todos nuestros actos puede impedir que nos extraviemos en la acción. Importa menos qué hace la persona que cómo lo hace. La valoración «Bueno» y «Malo» contempla siempre QUE hace una persona. Nosotros sustituimos esta contemplación por la pregunta de «cómo una persona hace algo». ¿Actúa conscientemente? ¿Lo hace sin la implicación de su yo? Las respuestas a estas preguntas indican si una persona se ata o se libera con sus actos.
Los mandamientos, las leyes y la moral no conducen al ser humano al objetivo de la perfección. La obediencia es buena, pero no basta, por que «También el Diablo obedece». Los mandamientos y prohibiciones externos están justificados hasta que el ser humano despierta al conocimiento y pueda asumir su responsabilidad. La prohibición de jugar con cerillas está justiciada respecto a los niños y resulta superflua cuando los niños crecen. Cuando el ser humano encuentra su propia ley en sí mismo, esto lo desvincula de todas las demás. la ley más íntima de cada individuo es la obligación de encontrar y realizar su verdadero centro, es decir, unificarse con todo lo que es.
El instrumento de unificación de opuestos se llama AMOR. El principio del amor es abrirse y recibir algo que hasta entonces estaba fuera. El amor busca la unidad – el amor quiere unir, no separar. El amor es la clave de la unificación de los opuestos, porque el amor convierte el Tú y el Yo ten Tú. El amor es una afirmación sin limitaciones ni condiciones. El amor quiere ser uno con todo el universo – mientras no hayamos conseguido esto, no habremos realizado el amor. Si el amor selecciona, no es verdadero amor, porque el amor no separa y la selección separa. El amor no conoce los celos, porque el amor no quiere poseer sino inundar.
El símbolo de esta amor que todo lo abarca es el amor con el que Dios ama a los hombres. Aquí no encaja la idea de que Dios reparte su amor proporcionalmente. Y, menos aún, los celos porque Dios quiera a otros. Dios – la Unidad – no hace distinciones entre bueno y malo – y por eso es El Amor. El Sol envía su calor a todos los humanos y no reparte sus rayos según merecimientos. Únicamente el ser humano se siente impulsado a lanzar piedras – que no le sorprenda, por lo menos, que siempre se apedree a sí mismo. El amor no tiene fronteras, el amor no conoce obstáculo, el amor transforma. Amad el mal, y será redimido.
Fuente:
http://ashamellemagsa33.blogspot.com